ALGO DE
LITERATURA
EL AMIGO.
Ni siquiera sabían su nombre, lo llamaban “el Loco de Yauya”, en alusión a su distrito de procedencia.
Había nacido en una pequeña comunidad del distrito señalado. No era ni
indio, ni blanco, era un auténtico
mestizo, simbolizaba realmente la mezcla de sangres en esta región del país. Tenía aproximadamente cincuenta años,
de estatura promedia, contextura delgada,
tez morena, nariz roma, barba y cejas pobladas. Tenía también una
dentadura perfecta, apenas oscurecida por la costumbre diaria de masticar la
coca.
Su vestimenta era sencilla, constaba de un saco
viejo, descolorido por el uso diario,
puesto sobre una camisa de franela casi sin color y el pantalón de tela
oscura, invadida de pequeños hoyos en
toda su extensión. Además llevaba un
sombrero de lana envejecido y manchado
por los efectos del sol y de la lluvia, sobre la espalda cruzaba un poncho
habano, atado en el centro del pecho. Jamás dejó su recto bastón de
lloque, colocado siempre debajo del
brazo izquierdo aunque no tocaba el suelo, siempre alerta para defenderse ante
los peligros que acechan al caminante.
Su oficio y predilección era caminar, ignoro que
suprema causa o motivo le exigía desplazarse de un lugar a otro sin cesar. Se
trasladaba de pueblo en pueblo, distantes a decenas de kilómetros, castigado
por el hambre y la sed, las lluvias frías
de las punas y el calor sofocante
de las yungas. Nunca estableció límite a
su andanza. No creo que haya habido hombre alguno que haya transitado
distancias tan largas sin algún propósito definido. En su caminar había
desarrollado una visión sencilla de la vida, no tenía mujer, hijos, no sembraba
ni criaba, es decir no permitió crecer ningún vínculo que lo atara a lugar
alguno. Renegaba de las colinas altas, las escarpadas subidas y de las quebradas
profundas, seguramente secuela del cansancio que ocasiona transitar los accidentados senderos de nuestra
serranía.
En el pueblo lo trataban de loco. A pesar de su
aparente demencia, conservaba una gran
inteligencia y racionalidad. Apenas había pasado por la escuela, empero conocía lo elemental
de la vida y el mundo, utilizaba un buen
español y el quechua con gran singularidad.
Hablaba con tristeza pero con
énfasis, con la mirada perdida en algún punto impreciso, jamás observé una
sonrisa más triste y extraña, apenas se dibujada en sus labios, no movía un
solo músculo de su rostro, parecía estar
invadida de amargura y de rabia
contenida.
No obstante, sus conversaciones eran interesantes
y entretenidas, odiaba a los
terratenientes por abusivos y explotadores, despreciaba a los comerciantes por
enriquecerse con el trabajo ajeno, se burlaba de Dios, le increpaba por su indiferencia ante el sufrimiento y
el dolor de los hombres. El amigo como
solíamos llamarnos, un día desapareció sin noticias. Pasaron semanas y algunos meses sin recibir su visita, hasta que en
nuestras indagaciones nos informaron que había fallecido en una desolada puna,
quizás secuela de un cólico, o tal
vez de una pulmonía. Lo enterraron al amigo, solidarios campesinos
en el cementerio de la comunidad.
Han pasado más de treinta años desde su
desaparición, pero aquel rostro diáfano, fraternal y melancólico, no he podido olvidar.