CUESTA ABAJO
(Testimonio personal)
(Testimonio personal)
Mi
pueblo San Luis del primer lustro de los
setenta, era un pueblo inmensamente
tranquilo. Habitado por un puñado de personas, mayormente amigos o parientes o amigos y parientes a la
vez. Como en toda comunidad pequeña,
conocíamos las virtudes y los
defectos de cada paisano, estábamos enterados de todo, de la hora que se
levantaba, desayunaba, cenaba y aun de otras intimidades. Este
periodo fue muy apacible, muy pocos transitaban las calles de mi distrito, cada quien estaba
dedicado totalmente a sus quehaceres, la paz sólo era interrumpida por el
tránsito de algunos vehículos, principalmente
los buses de las primeras empresas de
transporte que trasladaban pasajeros a la costa y viceversa. Este servicio nos traía noticias y alegrías con el arribo
de algunos parientes y amistades, rompían
la rutina, los paseos, las propinas, las libertades temporales, pero también
nos destrozaban el corazón con su partida.
Estos
buses fueron durante un tiempo, parte de nuestras aventuras de niño, sus
escaleras posteriores eran una tentación para un osado paseo de algunos metros,
cuadras y a veces hasta algunos kilómetros, si el ayudante no nos sorprendía y
nos hacía bajar a punta de correazos. Era
cuestión de esperar agazapados en lugares
estratégicos en donde disminuía la velocidad la unidad, para
correr y aferrarnos en las escaleras y
esperar de nuevo un bache para saltar presurosos y a veces revolcarnos en el
polvo o en el barro de la carretera. Era
una proeza, una linda aventura, osada, riesgosa, pero al fin al cabo, pura emoción y adrenalina.
En uno
de esos viajes, nos trepamos cuatro amigos en la Empresa “Cóndor de Chavín”
para visitar el campamento de la Empresa Suministro de Equipos, que había
construido la carretera de San Luis a Piscobamba. Era una ciudadela pequeña
pero moderna, adonde iban de paseo los paisanos en cualquier tarde o un fin de
semana. Bajamos en el lugar y
observamos sentaditos, como desarmaban los obreros las construcciones porque había
culminado la obra, mientras mascábamos las cañas de mayo hurtadas de una chacra aledaña. Dejaban
objetos y materiales inservibles, amontonados en la vera de la carretera, entre ellos unas llantas gigantescas de los
cargadores frontales.
A uno
de nosotros se nos ocurrió lanzar cuesta abajo una de esas llantas, ya que
había una buena pendiente para que la rueda
pueda ser arrojada. Lo que no precavimos como niños, es que en la zona habitaban campesinos, los que pacían sus rebaños en los
alrededores. Una vez pergeñado el plan
nos dirigimos hacia una de las llantas y lo levantamos después de muchos
intentos y esfuerzos entre todos, lanzándola con gran entusiasmo. Al principio la llanta
dio tumbos y casi se nos queda al chocar contra una piedra, lo cual nos hubiera
decepcionado, pero nuevamente tomó bríos y
rodó por la pendiente.
Terminó
la bajada a gran velocidad, luego con la
misma o mayor rapidez tomó la pequeña llanura. No rodaba, volaba, acercándose peligrosamente a un conjunto de casitas allá
abajo. Recién nos percatamos del
peligro que habíamos ocasionado con la travesura. Fueron segundos dramáticos, seguramente los instantes más
angustiantes de nuestra corta existencia. Se dirigía exactamente hacia una
pequeña casita que iniciaba el conjunto habitacional. El choque pudo haber sido
brutal, por la fragilidad de la construcción, la velocidad y el peso del
neumático, pero ahí se encontraba un añoso y verde molle que prácticamente
salió a su encuentro y con un fuerte choque
lo desvió hacia el río. Después del susto festejamos nuestra travesura alardeando quien
había puesto más de esfuerzo, quien se había asustado más, quien estaba a punto
llorar y nos reíamos de buena gana.
No pasó
mucho tiempo y regresó la angustia, duplicada o decuplicada en relación al susto
anterior. El guardián del campamento subía apurado, sudoso, molesto con una faz
del portador de una desgracia, buscaba a los culpables de la tragedia que había
originado la travesura. ¿Quiénes han sido? Preguntó. La
llanta ha derrumbado una casa, ha herido a su dueña y ha matado a un toro, nos
dijo. Nunca vi una desesperación y
palidez tan marcadas en los rostros de mis amigos y seguramente en el mío. Nos
pusimos a llorar culpándonos los
unos a los otros de tanta desgracia,
suplicando con las manos unidas al guardián para que no nos delatara. Muy por
el contrario nos amenazó e increpó que nuestros
padres irían a prisión por nuestra minoría de edad. Esta última noticia fue todavía más
devastadora, tener presos a nuestros padres por nuestra irresponsabilidad.
Recuerdo que nunca he llorado tanto como aquella tarde, jamás había suplicado
clemencia a otra persona en esta vida.
Con los
ojos hinchados y enrojecidos, permanecimos sentados sobre el césped, observando el lejano horizonte en momentos, a veces fijos en el pasto verde y de rato en rato mirándonos los
unos a los otros sin hallar una salida. El castigo iba a llegar tarde o
temprano, habían sobrados motivos para recibir una paliza. La desobediencia de
treparnos al carro poniendo en peligro nuestras vidas, haber arrojado la llanta y causar enormes
daños y poner en riesgo la libertad de
nuestros padres. Seguramente pocos niños se hallaron en semejante
dificultad. Nuestra pena y preocupación
eran realmente inconmensurables.
El
guardián se acercó de nuevo hacia nosotros e instintivamente nos encogimos de
miedo. Seguramente hay más malas noticias. Si quieren que les apoye y
permanezca callado, ayuden a cargar las planchas de triplay al camión nos dijo
amenazante. Nunca trabajé de manera tan diligente y con tanto empeño. Llegó el
crepúsculo cuando terminamos de cargar cientos de estas planchas al vehículo. El regreso a casa, fue igual de penoso, culpándonos los unos a los
otros, renegando del momento en que nos
encaramamos al bus y maldiciendo haber
lanzado la llanta irresponsablemente. Con la oscuridad llegué a casa,
escondiendo con mucho esfuerzo mi triste estado de ánimo. Apenas pude ingerir
algún alimento, aún recuerdo el sabor
amargo del café, la forma del pan carioca
untado con la mantequilla. Y después…. tener que pasar la noche más
larga y penosa de mi niñez, la llanta, la casa destruida, la dueña gravemente herida,
el toro muerto, mi padre siendo aprisionado, la familia culpándome de toda la desgracia…. todas
estas pesadillas sólo en unas horas.
Por fin
amaneció, era sábado. Con mucho miedo me encaminé hacia nuestra plazuela, para
husmear que chismes pululaban por la comisaría del pueblo, a estas horas todos los paisanos ya estarían
enterados de nuestra desgracia, esperándonos para condenarnos. Pero de la
llanta, de la casa destruida, de la persona herida, del toro muerto, nada, ninguna noticia. Ahí llegó Abelardo, nuestro compinche y el
mayor del grupo, al principio con la cara triste y pesarosa, iba a ponerme a
llorar de nuevo, pero le habría dado tanta pena mi rostro, que riéndose me dijo
no ha pasado nada, el desgraciado del guardián nos ha mentido para hacernos
trabajar toda la tarde.
Pasaron
muchos años y tuve la curiosidad de seguir el recorrido del trágico neumático.
Efectivamente fue una locura, solo una
bendición evitó que la historia del
guardián no haya sido cierta. La llanta llegó hasta el río en frenética carrera
de más de un kilómetro. Finalmente la rueda fue recogida por un habitante de la
calurosa yunga que lo dividió en dos y aún hoy sirven de comedero para sus
cerdos.