lunes, 26 de octubre de 2015





CUESTA ABAJO
(Testimonio personal)

Mi pueblo San Luis del primer lustro de  los setenta,  era un pueblo inmensamente tranquilo. Habitado por un puñado de personas, mayormente  amigos o parientes o amigos y parientes a la vez. Como en toda comunidad pequeña,  conocíamos  las virtudes y los defectos de cada paisano, estábamos enterados de todo, de la hora que se levantaba, desayunaba, cenaba y aun de otras intimidades.  Este  periodo fue muy apacible, muy pocos transitaban  las calles de mi distrito, cada quien estaba dedicado totalmente a sus quehaceres, la paz sólo era interrumpida por el tránsito de algunos vehículos,  principalmente  los buses de las primeras empresas de transporte que trasladaban pasajeros a la costa  y viceversa. Este servicio  nos traía noticias y alegrías con el arribo de algunos parientes y amistades,  rompían la rutina, los paseos, las propinas, las libertades temporales, pero también nos destrozaban el corazón con su partida.

Estos buses fueron durante un tiempo, parte de nuestras aventuras de niño, sus escaleras posteriores eran una tentación para un osado paseo de algunos metros, cuadras y a veces hasta algunos kilómetros, si el ayudante no nos sorprendía y nos hacía bajar a punta de correazos.  Era cuestión de esperar agazapados  en lugares estratégicos en donde disminuía la velocidad la unidad,   para correr  y aferrarnos en las escaleras y esperar de nuevo un bache para saltar presurosos y a veces revolcarnos en el polvo o en el  barro de la carretera. Era una proeza, una linda aventura, osada, riesgosa,  pero al fin al cabo, pura emoción y adrenalina.

En uno de esos viajes, nos trepamos cuatro amigos en la Empresa “Cóndor de Chavín” para visitar el campamento de la Empresa Suministro de Equipos, que había construido la carretera de San Luis a Piscobamba. Era una ciudadela pequeña pero moderna,  adonde iban de paseo  los paisanos en cualquier tarde o un fin de semana.   Bajamos en el lugar y observamos sentaditos, como desarmaban los obreros las construcciones porque había culminado la obra,   mientras mascábamos las cañas de mayo  hurtadas de una chacra aledaña. Dejaban objetos y materiales inservibles, amontonados en la vera de la carretera,  entre ellos unas llantas gigantescas de los cargadores frontales.

A uno de nosotros se nos ocurrió lanzar cuesta abajo una de esas llantas, ya que había una buena pendiente para que la rueda  pueda ser arrojada. Lo que no precavimos como niños, es que en la zona habitaban campesinos, los que pacían sus rebaños en los alrededores. Una vez pergeñado el plan  nos dirigimos hacia una de las llantas y lo levantamos después de muchos intentos y  esfuerzos entre todos,  lanzándola  con gran entusiasmo. Al principio la llanta dio tumbos y casi se nos queda al chocar contra una piedra, lo cual nos hubiera decepcionado, pero nuevamente tomó bríos y  rodó por la pendiente.

Terminó la bajada a gran velocidad, luego  con la misma o mayor rapidez tomó la pequeña llanura. No rodaba, volaba,  acercándose  peligrosamente a un conjunto de casitas allá abajo. Recién nos percatamos del   peligro que habíamos ocasionado con la travesura. Fueron segundos  dramáticos, seguramente los instantes más angustiantes de nuestra corta existencia. Se dirigía exactamente hacia una pequeña casita que iniciaba el conjunto habitacional. El choque pudo haber sido brutal, por la fragilidad de la construcción, la velocidad y el peso del neumático, pero ahí se encontraba un añoso y verde molle que prácticamente salió a su encuentro y con un fuerte choque  lo desvió hacia el río. Después del susto  festejamos nuestra travesura alardeando quien había puesto más de esfuerzo, quien se había asustado más, quien estaba a punto llorar y nos reíamos de buena gana.

No pasó mucho tiempo y regresó la angustia,  duplicada o decuplicada en relación al susto anterior. El guardián del campamento subía apurado, sudoso, molesto con una faz del portador de una desgracia, buscaba a los culpables de la tragedia que había originado la travesura. ¿Quiénes han sido? Preguntó.   La llanta ha derrumbado una casa, ha herido a su dueña y ha matado a un toro, nos dijo. Nunca vi una  desesperación y palidez tan marcadas en los rostros de mis amigos y seguramente en el mío. Nos pusimos a llorar  culpándonos los unos  a los otros de tanta desgracia, suplicando con las manos unidas al guardián para que no nos delatara. Muy por el contrario nos amenazó  e increpó que nuestros padres irían a prisión por nuestra minoría de edad.  Esta última noticia fue todavía más devastadora, tener presos a nuestros padres por nuestra irresponsabilidad. Recuerdo que nunca he llorado tanto como aquella tarde, jamás había suplicado clemencia a otra persona en esta vida.

Con los ojos hinchados y enrojecidos, permanecimos sentados sobre el césped,  observando el lejano  horizonte en momentos,  a veces fijos  en el pasto verde  y de rato en rato mirándonos  los  unos a los otros sin hallar una salida. El castigo iba a llegar tarde o temprano, habían sobrados motivos para recibir una paliza. La desobediencia de treparnos al carro poniendo en peligro  nuestras vidas,  haber arrojado la llanta y causar enormes daños y  poner en riesgo la libertad de nuestros padres. Seguramente pocos niños se hallaron en semejante dificultad.  Nuestra pena y preocupación eran realmente inconmensurables.

El guardián se acercó de nuevo hacia nosotros e instintivamente nos encogimos de miedo. Seguramente hay más malas noticias. Si quieren que les apoye y permanezca callado, ayuden a cargar las planchas de triplay al camión nos dijo amenazante. Nunca trabajé de manera tan diligente y con tanto empeño. Llegó el crepúsculo cuando terminamos de cargar  cientos de estas planchas al vehículo.  El regreso a casa,  fue igual de penoso, culpándonos los unos a los otros, renegando del  momento en que nos encaramamos al bus y  maldiciendo haber lanzado la llanta irresponsablemente. Con la oscuridad llegué a casa, escondiendo con mucho esfuerzo mi triste estado de ánimo. Apenas pude ingerir algún alimento,  aún recuerdo el sabor amargo del café, la forma del pan carioca  untado con la mantequilla. Y después…. tener que pasar la noche más larga y penosa de mi niñez, la llanta, la casa destruida, la dueña gravemente herida, el toro muerto, mi padre siendo aprisionado,  la familia culpándome de toda la desgracia…. todas estas pesadillas sólo en unas horas.

Por fin amaneció, era sábado. Con mucho miedo me encaminé hacia nuestra plazuela, para husmear que chismes pululaban por la comisaría del  pueblo,  a estas horas todos los paisanos ya estarían enterados de nuestra desgracia, esperándonos para condenarnos. Pero de la llanta, de la casa destruida, de la persona herida, del toro muerto,  nada, ninguna noticia.  Ahí llegó Abelardo, nuestro compinche y el mayor del grupo, al principio con la cara triste y pesarosa, iba a ponerme a llorar de nuevo, pero le habría dado tanta pena mi rostro, que riéndose me dijo no ha pasado nada, el desgraciado del guardián nos ha mentido para hacernos trabajar toda la tarde.


Pasaron muchos años y tuve la curiosidad de seguir el recorrido del trágico neumático. Efectivamente fue una locura, solo  una bendición evitó que la historia del  guardián no haya sido cierta. La llanta llegó hasta el río en frenética carrera de más de un kilómetro. Finalmente la rueda fue recogida por un habitante de la calurosa yunga que lo dividió en dos y aún hoy sirven de comedero para sus cerdos. 

0 comentarios:

Publicar un comentario