sábado, 27 de abril de 2019

CUENTOS DE MI TIERRA






EL ABIGEO BALTAZAR OBREGON

Hace algunas décadas vivía en las afueras de San Luis, un famoso abigeo. Tenía 40 años aproximadamente, robusto, de buen tamaño, la faz tostada por el frío viento de las punas; El cabello entrecano secuela de sus trajines y correrías nocturnas, marcados pliegues en el rostro, fruto de las preocupaciones y temores del que vive al filo del peligro y de la muerte. Las manos fuertes y enormes, propio de los hombres que se dedican a las actividades rudas, pero sobre todo agiles y diestras en el arte de liar y desatar sogas, para abreviar su vil labor. Nunca usó un arma de fuego, solo tenía para su compañía un enorme puñal que afilaba en cualquier piedra del camino.

Se presentaba como ganadero, para esconder su verdadero oficio, con esta careta andaba mientras vigilaba el animal elegido para su próximo robo, estudiaba, analizaba cada detalle del lugar, para que la sustracción sea perfecta. Su nombre era Baltazar Obregón, pero era conocido como Balta Obregón, el abigeo más frio y osado de esta zona. 

Acostumbraba robar ganado de cualquier lugar. Las fiestas, las ausencias, los descuidos, las borracheras o simplemente los profundos sueños de los propietarios, eran sus firmes aliados. Engañaba con facilidad a los perros guardianes más bravos, no dejaba jamás huellas y rastros, nunca llegó a la justicia. Sus pillajes los cometía sólo, en realidad no quería testigos que en alguna borrachera lo podían delatar palanganeando (1). Prefería sustraer vacunos y equinos, sobre todo a estos últimos. Siempre fanfarroneaba socarronamente a sus confiados:

kawallutaqa suwantsiktaku….. kikillanmi apashunki (2)

Los animales sustraídos los trasladaba a otros pueblos lejanos. Los compinches se encargaban de llevarlos a otras comarcas aún más distantes, por eso los sufridos perdidosos nunca lo encuentran. Balta Obregón disfrutaba hurtar a los ganaderos ricos, porque no condenan ni sufren mucho; sin embargo robaba también a gente pobre, a sus propios vecinos y conocidos causándoles dolor y llanto. Un caballo, una mula, un buey arador significaba dedicación, cuidado y mucho cariño criarlo. Los campesinos pobres lo maldecían frecuentemente y también estaba consciente de ello.

Balta sabía que en una comunidad cercana había un buen hato de magnificas reses. Por esos toros pagarían bien, era un buen negocio. Solo que había retrasado el atraco por el ligero temor a sus cuidadores, unos campesinos unidos y valientes que sería difícil burlarlos. Pero más temprano que tarde el hurto tenía que llegar, era un reto singular para él. Después de tantas vacilaciones, cuando la mamita coca se endulzó, Baltazar decidió robar el ganado en la fiesta de la comunidad, en las vísperas de la importante celebración de la gran cruz. Esperó con mucha paciencia la llegada del catorce de setiembre, meditó sobre los pormenores del ingreso a la propiedad, pero principalmente el escape con media docena de cabezas de ganado hurtado.

 Aquel día, apenas cuando la oscuridad se había apropiado del poblado, inicio la faena. Aprovechó la masiva concurrencia de los comuneros en las vísperas de la fiesta, para introducirse en el corral y separar rápidamente las reses, luego salió contento con el producto de su ratería. No obstante para desgracia del ladrón un par de ojos lo habían estado vigilando. Lo alcanzaron pronto, las plateadas luces de la luna impidieron que se fugara abandonando el preciado botín.

Se defendió como un fiero mastín, pero la superioridad numérica de sus atacantes fue inobjetable. Los comuneros lo golpearon brutalmente, llovieron puntapiés y garrotazos mientras le advertían: Nunca regreses, ya sabes lo que te va a pasar. Lo dejaron tirado y moribundo a la vera del camino.

Balta Obregón era más astuto que el zorro, exageraba su gravedad. Por cada patada que recibía, por cada puñete y bastonazo, juraba venganza. Pese a sus heridas y fracaso, se reincorporó lentamente, sangrante y adolorido, fue detrás de sus captores hasta la comunidad. Mientras los comuneros alardeaban su victoria, conversando, bebiendo y bailando, el abigeo tramaba la venganza desde una colina aledaña a la plazuela.

La celebración era bulliciosa y alegre, seguramente se iba a prolongar hasta el amanecer. Las roncadoras, arpas, violines, avellanas, el licor y las pachacas de danzas entretenían a todos los asistentes. Entonces Balta Obregón se dirigió de nuevo al establo, halló al solitario toro padrillo y apoyado por la oscuridad lo atacó a cuchilladas. Al semental moribundo le quitó una gran pulpa del lomo, luego se dirigió a la cocina y con pasmosa tranquilidad hirvió un sustancioso caldo de res. Sació su hambre, mitigó su agotamiento, recuperó las fuerzas perdidas y se marchó al lugar en donde fue castigado, tirándose de largo nuevamente.  

Con las primeras luces descubrieron en el fundo, la muerte del reproductor, sin duda alguna obra de la maldad humana. Se dirigieron rápidamente hacia el abigeo, empero al encontrarlo ensangrentado, moribundo y pidiendo misericordia, se dispersaron los comuneros en diferentes direcciones, en búsqueda del malvado. Los campesinos, hombres de valor y coraje fueron vilmente engañados por el cuatrero. Solo muchos años después de la muerte del ladrón se enterarían de la miserable trampa.

Esa era la vida de Baltazar Obregón. Andaba cometiendo pilllajes por Huari, Llamellín, Chacas, Yanama y hasta en Piscobamba. Conocía todos los distritos y caseríos, pero en los lugares que cometía sus fechorías quedaban odios y rencores bien ganados, en cada comarca se lo tenían jurado al abigeo. Nunca faltaron oraciones en las cruces, en los pirushtus, las velas para los santos y las misas fueron habituales, para desgraciar al culpable de tantas penas y desdichas.

Al pasar los años el abigeo enroló a sus dos hijos mayores, les enseñó las mañas de su despreciable oficio, pero los jóvenes jamás llegaron a poseer el temple y la astucia del padre. Una noche que pretendían robar en una comunidad de la provincia de Huari fueron sorprendidos; los hijos volaron dado la agilidad de la juventud, pero Balta no pudo correr como antes porque los años pesaban. Le volaron la tapa de los sesos con una pedrada. No obstante escapó y arribó a su casa días después. Les increpó duramente a sus hijos por su cobardía y deslealtad, pero apenas duró algunos días, murió sin auxilio porque su familia no deseaba que los vecinos y la gente del pueblo se enteren que Balta Obregón, había sido herido mientras robaba a pobladores pobres como él.

(1)  el caballo no se roba, el mismo animal nos lleva.

 

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