EL ABIGEO BALTAZAR OBREGON
Hace algunas décadas vivía en
las afueras de San Luis, un famoso abigeo. Tenía 40 años aproximadamente, robusto,
de buen tamaño, la faz tostada por el frío viento de las punas; El cabello
entrecano secuela de sus trajines y correrías nocturnas, marcados pliegues en
el rostro, fruto de las preocupaciones y temores del que vive al filo del
peligro y de la muerte. Las manos fuertes y enormes, propio de los hombres que
se dedican a las actividades rudas, pero sobre todo agiles y diestras en el
arte de liar y desatar sogas, para abreviar su vil labor. Nunca usó un arma de
fuego, solo tenía para su compañía un enorme puñal que afilaba en cualquier
piedra del camino.
Se presentaba como ganadero,
para esconder su verdadero oficio, con esta careta andaba mientras vigilaba el
animal elegido para su próximo robo, estudiaba, analizaba cada detalle del
lugar, para que la sustracción sea perfecta. Su nombre era Baltazar Obregón,
pero era conocido como Balta Obregón, el abigeo más frio y osado de esta zona.
Acostumbraba robar ganado de
cualquier lugar. Las fiestas, las ausencias, los descuidos, las borracheras o
simplemente los profundos sueños de los propietarios, eran sus firmes aliados.
Engañaba con facilidad a los perros guardianes más bravos, no dejaba jamás
huellas y rastros, nunca llegó a la justicia. Sus pillajes los cometía sólo, en
realidad no quería testigos que en alguna borrachera lo podían delatar palanganeando
(1). Prefería sustraer vacunos y equinos, sobre todo a estos últimos. Siempre fanfarroneaba
socarronamente a sus confiados:
kawallutaqa suwantsiktaku…..
kikillanmi apashunki (2)
Los animales sustraídos los
trasladaba a otros pueblos lejanos. Los compinches se encargaban de llevarlos a
otras comarcas aún más distantes, por eso los sufridos perdidosos nunca lo encuentran. Balta Obregón disfrutaba hurtar
a los ganaderos ricos, porque no condenan ni sufren mucho; sin embargo robaba también
a gente pobre, a sus propios vecinos y conocidos causándoles dolor y llanto. Un
caballo, una mula, un buey arador significaba dedicación, cuidado y mucho cariño
criarlo. Los campesinos pobres lo maldecían frecuentemente y también estaba
consciente de ello.
Balta sabía que en una
comunidad cercana había un buen hato de magnificas reses. Por esos toros
pagarían bien, era un buen negocio. Solo que había retrasado el atraco por el
ligero temor a sus cuidadores, unos campesinos unidos y valientes que sería
difícil burlarlos. Pero más temprano que tarde el hurto tenía que llegar, era
un reto singular para él. Después de tantas vacilaciones, cuando la mamita coca
se endulzó, Baltazar decidió robar el ganado en la fiesta de la comunidad, en
las vísperas de la importante celebración de la gran cruz. Esperó con mucha
paciencia la llegada del catorce de setiembre, meditó sobre los pormenores del
ingreso a la propiedad, pero principalmente el escape con media docena de
cabezas de ganado hurtado.
Aquel día, apenas cuando la oscuridad se había
apropiado del poblado, inicio la faena. Aprovechó la masiva concurrencia de los
comuneros en las vísperas de la fiesta, para introducirse en el corral y separar
rápidamente las reses, luego salió contento con el producto de su ratería. No
obstante para desgracia del ladrón un par de ojos lo habían estado vigilando.
Lo alcanzaron pronto, las plateadas luces de la luna impidieron que se fugara
abandonando el preciado botín.
Se defendió como un fiero mastín,
pero la superioridad numérica de sus atacantes fue inobjetable. Los comuneros
lo golpearon brutalmente, llovieron puntapiés y garrotazos mientras le advertían:
Nunca regreses, ya sabes lo que te va a pasar. Lo dejaron tirado y moribundo a
la vera del camino.
Balta Obregón era más astuto
que el zorro, exageraba su gravedad. Por cada patada que recibía, por cada
puñete y bastonazo, juraba venganza. Pese a sus heridas y fracaso, se
reincorporó lentamente, sangrante y adolorido, fue detrás de sus captores hasta
la comunidad. Mientras los comuneros alardeaban su victoria, conversando,
bebiendo y bailando, el abigeo tramaba la venganza desde una colina aledaña a
la plazuela.
La celebración era bulliciosa y
alegre, seguramente se iba a prolongar hasta el amanecer. Las roncadoras,
arpas, violines, avellanas, el licor y las pachacas de danzas entretenían a
todos los asistentes. Entonces Balta Obregón se dirigió de nuevo al establo,
halló al solitario toro padrillo y apoyado por la oscuridad lo atacó a
cuchilladas. Al semental moribundo le quitó una gran pulpa del lomo, luego se
dirigió a la cocina y con pasmosa tranquilidad hirvió un sustancioso caldo de
res. Sació su hambre, mitigó su agotamiento, recuperó las fuerzas perdidas y se
marchó al lugar en donde fue castigado, tirándose de largo nuevamente.
Con las primeras luces
descubrieron en el fundo, la muerte del reproductor, sin duda alguna obra de la
maldad humana. Se dirigieron rápidamente hacia el abigeo, empero al encontrarlo
ensangrentado, moribundo y pidiendo misericordia, se dispersaron los comuneros
en diferentes direcciones, en búsqueda del malvado. Los campesinos, hombres de
valor y coraje fueron vilmente engañados por el cuatrero. Solo muchos años después
de la muerte del ladrón se enterarían de la miserable trampa.
Esa era la vida de Baltazar
Obregón. Andaba cometiendo pilllajes por Huari, Llamellín, Chacas, Yanama y hasta
en Piscobamba. Conocía todos los distritos y caseríos, pero en los lugares que
cometía sus fechorías quedaban odios y rencores bien ganados, en cada comarca
se lo tenían jurado al abigeo. Nunca faltaron oraciones en las cruces, en los
pirushtus, las velas para los santos y las misas fueron habituales, para
desgraciar al culpable de tantas penas y desdichas.
Al pasar los años el abigeo enroló
a sus dos hijos mayores, les enseñó las mañas de su despreciable oficio, pero
los jóvenes jamás llegaron a poseer el temple y la astucia del padre. Una noche
que pretendían robar en una comunidad de la provincia de Huari fueron
sorprendidos; los hijos volaron dado la agilidad de la juventud, pero Balta no
pudo correr como antes porque los años pesaban. Le volaron la tapa de los sesos
con una pedrada. No obstante escapó y arribó a su casa días después. Les
increpó duramente a sus hijos por su cobardía y deslealtad, pero apenas duró
algunos días, murió sin auxilio porque su familia no deseaba que los vecinos y
la gente del pueblo se enteren que Balta Obregón, había sido herido mientras
robaba a pobladores pobres como él.
(1) el caballo no se roba, el
mismo animal nos lleva.
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