sábado, 22 de abril de 2017






DESDE EL MEDIO SIGLO             
Considero que cumplir cincuenta años, es de hecho una suerte para una gran mayoría de hombres. Porque muchos otros no llegaron a esta edad y se ausentaron antes de saborear la madurez y sensatez de esta importante etapa de la vida. Dejaron obras inconclusas, proyectos pendientes y quizás promesas por cumplir. Se fueron tempranamente, Mariátegui, Vallejo, Valdelomar y cuantiosos peruanos ilustres,  haciéndonos sentir sus ausencias, solo permitiéndonos imaginar su posterior vida y obra, dejando en el mundo de las conjeturas su valiosa contribución a la peruanidad y al mundo entero.  Imaginemos a los compatriotas ilustres citados bordeando los setenta años, reflexionando, escribiendo con su talento, seguramente sus obras hubieran consolidado su producción, porque muchos intelectuales manifestaron su verdadera dimensión, después de los cincuenta años.

Para el común de los mortales, de los hombres de a pie como el quien escribe, cumplir el medio siglo es ya un capital. Nos ha permitido mirar la vida, desde el tiempo y la experiencia, haciéndonos en algunos casos replantear nuestra propia existencia, en otros consolidar lo que hemos hecho y pensado hasta hoy. Seguramente los cincuenta representan la consolidación de la familia, los hijos, el dominio del oficio, el perfeccionamiento en la profesión y en general algunas metas parcial o totalmente alcanzadas. Para las personas que hemos alcanzado esta edad, es sin lugar a dudas un periodo de intensa reflexión, de una mirada hacia atrás, para hacer un balance de lo que se ha hecho, lo que no se hizo y lo que aún queda por hacer. Es el momento de renovar nuestros compromisos, de vivir intensamente cada día, aun sabiendo los pocos años que nos puedan quedar, o tal vez, la longevidad que el destino nos puede regalar.

Los cincuenta años posee la claridad de comprender absolutamente la brevedad de la vida humana. No hace mucho que nuestros padres, veían con complacencia el inicio de nuestra  vida adulta, mientras nosotros  los observábamos con satisfacción su relativa juventud.  Recuerdo con nostalgia y como si fuera ayer, caminábamos por la calles con mis hijos cogidos de las manos, hoy han crecido presurosamente y muy pronto estarán ellos haciendo lo mismo con su descendencia.  No hace mucho alardeábamos de nuestras dos o tres décadas de vida, de las virtudes y fortalezas de la juventud, empero los cincuenta nos sorprenden de la manera menos esperada,   sin mayores anuncios, sin campanazos, alertándonos para abandonar aquellos hábitos que deterioran la salud física, de las conductas que ocasionan inquietudes y preocupaciones. El medio siglo parece realmente larguísimo, pero cuando se ha vivido y transcurrido, es tan corto y fugaz que nos cuesta creer que ha pasado.

Las cinco décadas, como se ha dicho, constituye un periodo de modificaciones y permanencias. Por un lado se transforman conductas habituales, patrones y estilos de vida que hasta esta época lo teníamos como normales y consentidos, pero por otro lado, en este lapso se afianzan otros pensamientos, actitudes y hábitos. Las dudas e incertidumbres se van desterrando o se van transformado en verdades, en algunos casos los cambios son tan radicales que muchos incendiarios se convirtieron en bomberos. En esta edad, nos hacemos libres de los fundamentalismos, de cualquier dogma, desterramos definitivamente toda forma de fanatismos. Si alguna vez en nuestra azarosa juventud abrazamos ideologías y concepciones políticas de manera febril, en este periodo,  analizamos,  reflexionamos profundamente antes de proferir la palabra, de dar la promesa y de tomar decisiones.  Afortunadamente las sacralizaciones de libros y personas han sido para siempre proscritas. A los 50 años alcanzamos la condición de libertos, dejamos atrás prejuicios, estigmas y estereotipos que aún sobreviven y que nos han esclavizado todavía.  

A los cincuenta seguimos aferrados a la presencia de Dios en nuestras vidas, de quien tantas veces nos alejamos y otras tantas lo volvimos a buscar. Estamos convencidos que la inmensa belleza y perfección de la naturaleza, solo pudo haber logrado una mano maestra y superior; sin embargo cuando miramos la otra gran creación, la humanidad, la de nosotros los hombres, nos descorazonamos, hallamos tanta desigualdad, injusticia e irracionalidad, que es difícil creer que esa misma mano maestra la hizo.  De ahí que vivamos agobiados, por esta gigantesca contradicción entre lo humano y lo natural, albergando en nuestro ser persistentes e intermitentes dudas sobre esta cuestión. Acrecienta nuestro pesar el hecho que el propio hombre esté llevando el caos a esta perfección, dispersando barbarie a su única patria, la tierra.  Nunca, en la historia de la humanidad, los hombres habíamos conseguido alcanzar los niveles de desarrollo científico y tecnológico como hoy, pero tampoco ha emergido como en los últimos tiempos, lo más ruin y lo más primitivo de esta creación.

En esta etapa de la vida, también estamos seguros que los hombres a través de la historia han inventado “teorías” para justificar las desigualdades y conservar el orden establecido. Han escrito cientos de libros, defendiendo toda forma de inequidad, desde la antigua biblia, pasando por el universal Aristóteles, el cerebro más completo de la antigüedad, hasta de Adolfo Hitler y su demencial nazismo, haciendo apología en su tiempo y contexto, de la esclavitud, de la servidumbre, del saqueo de recursos y del genocidio.  A los cincuenta, todas estas ideas nos parecen grotescas y absurdas, los acontecimientos secuela de su concreción, simplemente bestiales. Tenemos el convencimiento que entre los humanos solo hay diferencias culturales y físicas, pero después somos tan o más iguales que una subespecie de primates.
   
En este tiempo nos volvemos a convencer que el éxito personal, nuestro propio éxito, no sirve de mucho cuando el destino de las personas que más queremos no fueron las ideales o cuando sus sueños y anhelos no se cumplieron.  Definitivamente nuestros logros no son ni grandes ni significativos, cuando nuestros hijos no están alcanzando sus propias metas   o se fueron por un camino distinto del que le habíamos sugerido o quizás señalado. Esto no quiere decir que nuestros hijos sean los responsables de cumplir los anhelos que no alcanzamos y sean los operantes de nuestros sueños.  En verdad nuestra vida no ha alcanzado plenitud, cuando nuestros descendientes peregrinando por la vida y ante una bifurcación que se presenta tantas veces en nuestra existencia, prefirieron alejarse del bien, de la convivencia pacífica o se introdujeron en el mundo de la trivialidad, de los placeres e incluso de los vicios. En este caso concluyentemente, no hemos ganado.

Al iniciar el segundo medio siglo de la vida, estamos seguros que el dinero no es tan importante como cuando teníamos treinta, si bien el metal facilita lo más elemental de la vida,  jamás cubrirá lo más valioso del ser humano, la espiritualidad.  Muchos hombres se pasan la vida trabajando excesivamente con el propósito de acumular la riqueza material, dejando de lado aquellas pequeñas pero valiosas manifestaciones aparentemente intrascendentes, pero que nos convierten en verdaderos seres humanos. Otros hombres han recurrido a medios vedados para acopiar fortuna, haciendo saltar en pedazos su decencia y dignidad, hundiéndose en el légamo de la deshonestidad y la miseria moral.  Estamos seguros también que la posesión del dinero no es sinónimo de éxito, en todo este tiempo hemos conocido a personas con mucho dinero, con mucha riqueza material, pero con una miseria moral inconmensurable. Indudablemente, la vida del hombre solo es trascendente, cuando comparten lo que se atesora y no se ha guardado todo para sí. Los lauros y distinciones más significativas, se empequeñecen y son banales cuando la vida está atravesada por la ambición, el individualismo y el propio gozo. 

A los 50 estamos también convencidos, que la felicidad nunca es plena y perfecta. Ningún hombre podrá ser feliz completamente, mientras alguien a quien uno ama, sufra, o cualquier otro ser humano en nuestro entorno sienta dolor. A no ser que hayamos construido una dura costra o caparazón de desamor e insensibilidad sobre nosotros.   La felicidad es momentánea, fugaz y definitivamente no se encuentra en la riqueza material expresada en lujos, placeres y excesos. La felicidad, si existe, solo se manifiesta en la paz interna, el sosiego consigo mismo, el haber extirpado los desvelos a causa de las carencias o de las ambiciones extremas. La felicidad debe radicar en la tranquilidad de nuestra conciencia, en el hecho de no haber causado dolores y sufrimientos a nuestro prójimo.  La felicidad debe ser un acto de compartir, de proceder con solidaridad en la adversidad de los demás.

EL medio siglo puede significar además, el inicio del fin o del renacimiento, puede convertirse en el principio del final o del nuevo emprendimiento. Las cinco décadas jamás deben constituir una genuflexión, ni material ni moral, sobre todo si se ha vivido o se ha tratado de vivir (aun sin lograrlo) al servicio de los demás y nuestra conducta haya sido guiada por la honestidad y la transparencia.  Pero si el destino nos regala algunos años o décadas a nuestra azarosa existencia, acompañados de sensatez y autonomía,  seguramente los sesenta, setenta y aun los ochenta años, sean también épocas tan importantes como cualquier otra etapa de desarrollo humano, con la singularidad de que la visión de la vida y del mundo, aún sean más ricas y vastas. Seguramente no hay etapa de la vida humana, que sean infecunda y poco valiosa, la adultez joven y mayor, deben seguir siendo periodos de introspección, de referencia,   de utilidad para sí mismo y   para los demás.





0 comentarios:

Publicar un comentario